5 May

MERZOUGA

J.M Almerich nos envía este interesante relato y un magnífico ALBÚM DE FOTOS. Jose Manuel participó en el viaje al Sahara que realizamos la pasada Semana Santa. ¡¡No te lo pierdas!!

Momentos antes de la puesta del sol se ha levantado el viento. No es muy fuerte, pero suficiente para elevar en suspensión miles de millones de granos de arena, casi tantos como estrellas que podrían verse esta noche, si no hubiese luna llena. Envueltos en el saco de dormir, la arena se filtra entre las espesas mantas que cubren la haima y penetran en el interior. A veces te golpean con suavidad el rostro y luego quedan esparcidas, cubriendo poco a poco la ropa y las mochilas.  A la luz de los frontales las partículas destellan tímidamente mientras flotan en el aire como insectos plateados, pequeños intrusos que se han colado dentro de la tienda.

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Hemos llegado muy tarde por lo que la excursión a la gran duna la dejaremos para el amanecer, cuando la arena, igual que la nieve, esté más dura y permita, con el frío, caminar sobre ella sin hundirse. No sé si habréis visto alguna vez el instante infinito en que rompe el día, el momento culminante en el que el sol, como una inmensa bola de fuego incandescente, surge sobre el horizonte y se apodera del mundo. Aunque recuerdo vagamente este instante en alguna playa después de una noche de fiesta, la sensación que te produce en el desierto, en mitad de la nada, es como volver a nacer, como un concierto de matices cuya luz cambia por momentos y se refleja, con fuerza, en las ondas creadas por la arena. Ahora y al atardecer, los objetos en el desierto existen, tan sólo porque reciben del sol, la tenue y vaporosa luz. Y la luz convierte el horizonte ondulado en un elemento vivo, real, innegable.

Estamos en el centro de un océano cuyas olas son las dunas mas altas de Marruecos, el Erg Chebbi, 2muy cerca de Merzouga, ya casi en la frontera con Argelia. Para llegar aquí hemos cruzado el Medio Atlas y atravesado los bosques de cedros cuyos árboles centenarios albergan los últimos monos de Berberia. Monos que si te descuidas, te abren la mochila y te roban la comida.

La primera vez que visité Marruecos lo hice en bicicleta, hace trece años. Entonces eran los niños descalzos los que te perseguían para obtener algún regalo. Esta vez, gracias a Sonia, les hemos llevado chanclas. Con ellas al menos y por el tiempo que les duren, tendrán los pies protegidos. Poco ha cambiado esta parte del país y recuerdo de entonces, la extrema dureza de las rutas al atravesar las montañas del Alto Atlas y el tremendo esfuerzo que suponía, alcanzar las cotas más elevadas sin bajarse de la bici. Llegaba tan agotado, ya de noche, que sólo me quedaban fuerzas para cenar ligeramente y dormir sin apenas poderme mover hasta la mañana siguiente. También recuerdo la hospitalidad de los pastores nómadas cuando, sólo y helado, me ofrecieron un mugriento jersey y un te a la menta, suficiente para entrar en calor tras una terrible granizada.

En esta ocasión todo ha sido más tranquilo. Las excursiones por las inmediaciones de Azrou entre bosques de robles y cedros centenarios, contrastan con la gran extensión del desierto de Merzouga, donde las hammadas sin fin dan paso a las tierras vacías del Sahara. Las dunas del gran sur avanzan hacia el norte cubriendo poblados, casas y oasis. Aquí la vida es extremadamente difícil. La vasta superficie arenosa no es uniforme y las algaidas o arenales forman montañas que se mueven e irrumpen en la monotonía adoptando formas caprichosas. La desertización del Sahara que aquí comienza separó el norte mediterráneo de los pueblos del África negra, lo que ha condicionado el retraso de sus gentes. Huyendo de la arabización, los pastores nómadas llegaron al sur. Caminan con lentitud, descalzos, y te siguen por la arena ardiente con la sola finalidad de charlar con el extranjero, o si pueden, venderte algún fósil extraído de las rocas. Viajeros en una tierra infinita, los bereberes y los tuaregs son quizás, los últimos pueblos libres del planeta. Son, como su nombre significa, “los abandonados de Dios”

3La mejor manera de conocer un pueblo es adentrarse en él. Mantienen, como el resto de Marruecos, valores que en nuestra cultura han desaparecido. Los que me conocéis bien sabéis que me gusta más escribir que fotografiar. Pero a veces los lugares que pretendo transmitir no pueden describirse con palabras, y otros en cambio, no pueden describirse sólo con imágenes. Con las personas ocurre lo mismo, su carácter sólo puede transmitirse si las fotos tienen alma, porque cualquier fotografía se alimenta de emociones. Y si no hay emoción, difícilmente podremos obtener buenas imágenes.
Durante unos días nos sentimos como reyes del desierto y alcanzamos un pacto con el paisaje. Adormecidos en la arena, ésta iba cambiando de tonalidad según la hora aumentando las sombras de un gris plateado a un ocre ceniciento. Y mientras la luz se aterciopelaba, las caravanas parecían flotar sobre una gran extensión de agua a la vez que las palmeras volaban por los aires. Los espejismos desafiaban nuestros ojos cuando la temperatura aumentaba y jinetes elegantes navegaban a lomos de dromedarios que, no son más que barcos cruzando este mar de dunas móviles.

De este último viaje estas fotografías son tan sólo un avance. Disfrutad de ellas con la calma que el paisaje se merece. La semana que viene os mandaré las imágenes de la Medina de Fez, una espiral de vida que te arrastra y te impacta de tal forma que difícilmente podremos ver jamás otra ciudad igual. Como un universo encerrado entre murallas, este laberinto humano es uno de los lugares más inquietantes del mundo y la ciudad medieval más importante del Islam. Porque en Fez el tiempo se detuvo en el mismo instante de su fundación.

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José Manuel Almerich Iborra

 

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