“Se tenía la feliz sensación de ser libre, sólo había que seguir un sendero para cruzar un continente”.
Graham Greene. “Viaje sin mapas”.
¡ Ya estamos en marcha!, pensé al salir de Santiago de Chile. De Santiago a Calama, el desierto frío, seco y ardiente, las lagunas casi irreales del Altiplano, los volcanes heladores y mágicos, de sugestivos nombres, Licáncabur, Láscar, Piscis, Miskanti, desde los 5.600 m. bajamos con “borrachera” de altura, el cielo azul, casi negro parece aplastarte. El ambiente “far west” de San Pedro de Atacama, las horas de bus en la noche negra del desierto, la decadencia del puerto de Arica y el buen ceviche en el bar de la dársena cuidando de que los pelícanos no se zampen tu comida. Atardecer en la playa abierta al Pacífico infinito mientras miles de aves revolotean a tu alrededor entre leones marinos y focas. Vamos hacia los Andes, algunos villorrios inmundos nos despiden de Chile entre basuras y dejadez. La carretera se retuerce en busca del Altiplano, vemos los primeros gorros de cholitas mientras llegamos a la frontera con Bolivia. Un suplicio para el viajero soportar el viento gélido a más de cuatro mil metros mientras hace cola para que un policía le revise la mochila.
En el destartalado edificio de fronteras Evo Morales tocado con una “capa” vigila desde una mugrienta foto. Entrar en Bolivia es entrar en un “basurero”. “Allí a donde llegue el asfalto en Bolivia encontrarás basura”, podría ser el eslogan turístico del país. Los volcanes Parinacota, Pomerape y Sajama engrandecen el paisaje y devuelven beatitud al espíritu. Varios abuelos y abuelas mascan coca sin parar y llenan el bus de un aire denso y acre…, por fin llegamos a La Paz. La “ciudad en su laberinto” escribo en mi diario. Los cerros poblados de casas a medio hacer, las cholitas trajinando como polinas vendiendo de todo, la mayor densidad de microempresas por km cuadrado de Sudamérica, tienes un viejo coche, abres el maletero, instalas una “barbacoa” y ya tienes un restaurante “asador”…, así y con negocios similares se ganan la vida miles de personas. La llamada “carretera de la muerte” nos recibe con un diluvio, bajamos en bici sorteando baches y barrancos desde los cuatro mil metros del altiplano al fragor de la selva, en pocos lugares de la tierra encontraremos mayor contraste. Los gigantes del Altiplano andino, los impresionantes Illimani, Illampú, los pequeños mercadillos de los alrededores de La Paz, devuelven quietud a mi espíritu convulso por el trajín de la capital.
Qué alegría caminar entre collados y picos nevados a más de cinco mil metros. Las quebradas, los rebaños de alpacas y de llamas, las vicuñas huidizas, los glaciares resplandecientes, el olor a sopa en la tienda cocina, el pequeño “universo” de nuestra tienda en la fría noche o el olor a café en la mañana radiante. Condoriri, Pequeño Alpamayo, Pico Uyuni y… Huayna Potosí, nunca imaginé que podría escalar esa mole cuando con la cara helada atravieso el glaciar en la noche oscura. Nieva un poco, salen estrellas, las manos se me hielan, se calientan, se vuelve a helar…, amanece, qué alegría de sol, alcanzamos la antecima a seis mil metros. Oleajes de montañas dan profundidad al paisaje hacia la selva misteriosa. El glaciar parece un pastel cremoso con la luz de los primeros rayos, atravesamos grietas profundas y oscuras como el averno…, el calor se adueña del glaciar y nos hundimos en la bajada…, llegamos exhaustos al refugio.
De nuevo a la carretera, “on the road” como el afamado título del libro de Kerouac. El bus de nuevo rueda por el Altiplano rudo, bonitas nubes blancas cuelgan del cielo pero la fealdad nos llega mientras atravesamos villorrios sin orden, construcciones horripilantes que ha sustituido a las casas tradicionales, una compañía de móviles local ha pintado muchas viviendass con los colores y anagrama de la misma. Cochabamba, atravesamos los Andes hacia la selva y nos internamos en un carretera loca donde a cada minuto te la juegas, nuestro bus intenta adelantar a pesados camiones una y otra vez, vienen de frente como monstruos gigantes… a ver quien aguanta más…¡joder! que nos la pegamos!!!… Por fin llegamos en la oscura noche a Villa Tunari, los olores dulzones, la gente aplatanada, el rumor de la selva…, estamos en la cuenca del Amazonas, ¡qué bien nos cae una cerveza fría!!. El “cazamariposas” José nos hace de guía y vamos a recorrer la selva, una buena caminata nos adentra en la espesura del Parque Nacional Machia. “También la lluvia”, la película de Itziar Bollain se rodó por aquí nos dice José. En la noche, en un agradable restaurante cenamos “Surubi”, un excelente pescado de río mientras pienso en unas escalofriantes palabras que nos ha contado José: “Un día vinieron unos españoles por aquí a los que acompañé en una excursión por la selva. Me dijeron que habían sido de la ”jeta” o la “zeta”, o algo así…, me dijeron que andaban buscando un lugar para quedarse…, que estaban cansados de matar a gente…”.
Más bus, más selva, cultivos, ríos caudalosos, más selva…, ribazos humeantes, botes y más botes, calor…, llegamos a Santa Cruz de la Sierra. Afortunadamente el centro histórico no ha sido fagocitado por la miasma. Aquí encontramos una Bolivia diferente, blanca y colonial. Relajante. El Expreso Oriental nos lleva a Puerto Quijarro. Un entretenido recorrido de veinte horas, atravesando selvas, sabana, la Serranía de Chiquitos…, a bordo encontramos vendedores de las más ricas viandas: refresco de coco, pocochinche, jugo de tamarindo, dulce paraguayo, jugo de piña, majadito de gallina, asadito de pollo, de chancho, chicha fría…, y llegamos a Quijarro.
“The absolut the end” –como dicen los ingleses. Un lugar lejos de cualquier sitio y en donde “no se nos ha perdido nada”, justo para no detenerse mucho tiempo…, para no caerse ni muerto, calor, miasma, dejadez. Un pequeño y cuidado hotelito nos sirve de “oasis” y nos relaja a la espera de cruzar la frontera con Brasil, hoy domingo está cerrada. Lo mejor; el “absolut the end” está a orillas del río Paraguay. Vamos a ver la puesta de sol, fantástico atardecer… miles de aves van de un lado a otro, estamos en la orilla boliviana del Gran Pantanal, una pasada.
Frontera brasileira, tres horas de espera porque los aduaneros han marchado a almorzar a las once de la mañana. Corumbá, la primera ciudad es amable no así el “Salette Hotel”, dormimos en una habitación oscura, sórdida, propia de un diablo de delirio de la droga. Amanece que no es poco, más bus…, “salgan del autobús” nos dicen unos policías fuertemente armados y con caras de pocos amigos; -“documentación, de dónde vienen, a donde van, porque han entrado por esta frontera, que piensan hacer en Brasil, tienen billete de regreso??, abran la mochila…, casi una hora de interrogatorio a nosotros “los gringos” mientras el pasaje nos espera…. atravesamos Mato Groso, el Gran Pantanal, ¡qué maravilla de paisaje!, grandes árboles, paisajes sin fin, haciendas de gauchos y vaqueros… . Llueve en Campo Grande, la primera gran ciudad importante que encontramos en Brasil, estamos derrotados por los kilómetros. Nos alojamos en un buen hotel, hay que cargar las pilas. Nos planteamos volar a la costa Atlántica, este país es inmenso, así que volamos a Río vía Brasilia. De aquí, de nuevo a la carretera, esta vez nos espera Paraty. Por fin un poco de relax, calles tranquilas, coloniales, playas de ensueño, unas caipirinhas, un poco de Bossa Nova… y de nuevo al bus. Esta vez nos adentramos por las bonitas carreteras que atraviesan el Parque Nacional de Bocaina, la llamada “Mata Atlantica” en todo su esplendor. Pasamos por ciudades como Pereque o Barra Mansa antes de llegar a Itaiaia, ciudad sin encanto especial pero situada a los pies del Parque Nacional más antiguo de Brasil. Caminamos por el llamado “bosque atlántico”, una profunda selva, árboles gigantes y musculosos, bromelias, helechos arborescentes, palmeras, cachoeiras y muchos pájaros. El hotel “Ipe Amarelo”, en donde estamos, parece una antigua hacienda de colonos llena de árboles frondosos. Afortunadamente, levantarte en la mañana y ver desde tu ventana a los colibríes libando de las bromelias, no está incluido en el precio. Volvemos al bus, nos espera Río de Janeiro. Mucho antes rodaremos por autopistas llenas de coches y camiones a través de una selva de cemento entre casuchos sin orden… .
Un túnel enorme atraviesa uno de los “Morros”, montañas “islas”, y desembocamos en el “otro” Río. En la laguna Freitas, lujosos edificios, barrios como Ipanema, Leblon, Copacabana, playas de postal… Río, como dicen los Cariocas, es la “Cidade Maravilhosa”, la gente, los jardines, la vegetación, los barrios trepidantes, Corcovado y Cristo Redentor ¡qué calor!, caminamos y caminamos haciendo trekking urbano, subimos a Pao de Azucar, ahora sé porque la llaman “Cidade Maravilhosa”…, un bonito atardecer en Ipanema, ni rastro de mulatas con tanga…. Eso sí, descubrimos los “Botecos”, excelentes, animadas y entrañables tascas… Maravilloso el Jardin Botánico que ya deslumbrara a Darwin y la sorpresa nos la da la isla de Paquetá. A escasas millas de Río un ferry te lleva a una isla donde la vida está detenida, no hay coches, sí bicis, sí carros, muchos “botecos”, playas bonitas, pescaito frito y cerveza “gelada”. La última noche escuchamos en vivo el tema “Brasil” en un bar de Ipanema, justo al lado está María Creuza, que fuera compañera de mi admirado Vinicius de Moraes y que como yo desde la palya de Ipanema “viera la Terra rodar tomando una cachacita e a veces un poco de agua de coco…”. Mientras, Río se prepara para el Mundial de Futbol y todo Brasil para las Olimpiadas, para el futuro…, se nota estridencia en el ambiente…, es eso que llaman desarrollo… pero como dice la canción “los tiempos están cambiando”. Y…, de pronto te das cuenta que has cruzado un continente.
FAUSTINO RODRIGUEZ QUINTANILLA. (texto y fotos)