Lalla Fatma, la enjuta, menuda, risueña y enérgica mamá de Ibrahim, me acaba de servir el desayuno; aceite de oliva, mantequilla, aceitunas negras y una humeante hogaza de pan recién sacada del horno de barro. Sorbo con ganas el café caliente y compruebo que tiene un sabor ligeramente picante. Ibrahim ha notado algún gesto, casi involuntario, en mis facciones y me pregunta, – ¿te pasa algo Faustino? , – No, no me pasa nada, está mañana parece que hace mucho frío, -le comento. No quiero por nada del mundo que Ibrahim pueda pensar que algo no me gusta y con ello faltar a la tremenda hospitalidad con la que durante estos días de “aislamiento” me está agasajando la familia y en particular a las amables atenciones de su madre. – Probablemente, mi madre, ha vuelto a echar pimienta al café, -me dijo con tono casi preocupado, el bueno de Ibrahim. Para Lalla, hervir algunas pimientas con el café era una forma, según me dijo después Ibrahim, de mejorar el sabor de su café y así atender mejor, según su criterio, los gustos de este occidental acomodado.
Aquella primavera de finales de los ochenta estaba siendo muy fría en las montañas del Atlas y por la ventana veía como la nieve caía plácidamente sobre esta perdida aldea, endulzando el paisaje y vaticinando un verano con abundante agua y buenas cosechas. Yo llevaba varios días varado en la aldea, y aún me quedaban algunos más, a la espera de que la ruta de los puertos se despejara y poder proseguir mi camino.
Desde entonces y a lo largo de cientos de correrías por las montañas de Marruecos he comprobado la hospitalidad del pueblo bereber. He compartido casa, jaima, pan y plato con gentes a las que nunca estaré suficientemente agradecido. Guías, arrieros, porteadores, camioneros, pastores, agricultores, cocineros de trek…
Sirvan estas palabras para un modesto homenaje a ese pueblo ancestral, los Bereberes, los Imazighen, las “gentes libres” del norte de África.
Faustino Rodríguez Quintanilla © Texto y fotos.