Un viaje a las «Montañas de la luna»
Cronista: Faustino Rodriguez Quintanilla
Os mostramos un reportaje de hace unos años, una expedición a uno de los lugares más recónditos del Planeta: las Montañas Ruwenzori. Este macizo se reparte entre Uganda y la República del Congo. Famoso por ser lugar donde se encuentra una de las fuentes del Nilo, se trata de un remoto territorio, un lugar poco accesible donde se dan la mano las selvas tropicales y los glaciares en un ambiente que parece de otro mundo.
RUWENZORI. Caminando en las Montañas de la Luna.
Se ha hecho de noche y ahora más que nunca nos parece que la carreterapor donde circulamos nos lleva al fin del mundo. Hace bastantes horas que dejamos Kampala -la destartalada y devastada capital de Uganda – y los últimos poblados han quedado muy atrás. No se ve una luz en muchos kilómetros a la redonda; tenemos una noche muy oscura, sin luna, sin distinguir ningún resalte geográfico, oscuridad tan sólo quebrada por la linterna de algún control militar. Militares jóvenes y ociosos que aprovechan para distraerse con los escasos extranjeros que por aquí pasan y pedir algún cigarrillo.
Esa sensación de fin del mundo está de alguna forma correspondida. La carretera por donde circulamos termina en Fort Portal. Detrás se encuentra el macizo del Ruwenzori y tras éste, una de las junglas ecuatoriales más inmensas del Planeta.
Después del viaje en furgoneta desde Kampala y del consiguiente traqueteo, aquel pollo extremadamente duro del restaurante del «Saad Hotel», el único de la zona, nos pareció una auténtica delicia, acompañada por la amabilidad de su jefe, Mr. Yestas, una persona bajita, decorado con un traje de chaqueta, con ojos saltones y que se expresaba con voz tímida en una especie de mezcla entre inglés y swahili, pero con la rapidez del rayo, haciendo que no nos enteráramos de casi nada de lo que decía. Pero lo que verdaderamente nos importaba era estar por fin ante la entrada del misterioso Ruwenzori, las legendarias Montañas de la Luna.
En el año 500 A.C. , Aeschylus escribió de ellas: «Egipto nutrido por las nieves…» y 600 años más tarde, el geógrafo Claudio Ptolomeo localizó el nacimiento del Nilo en un lago alimentado por unas cordilleras que él llamó las Montañas de la Luna, situadas en lo más profundo de África Ecuatorial. Sin embargo, no fue hasta 1876 cuando un Europeo -Henry Morton Stanley-, que encontró a Livingstone, vio realmente las nieves eternas, aún a una distancia de 83 kms.
Los Bakonjos, que aún habitan las faldas de estas montañas, afirmaban que eran la morada del Dios Kitasamba, y fue el miedo que le tenían lo que evitó que ellos mismos se aventuraran por estos parajes.
Sin embargo, ya para el cambio siglo, varios exploradores europeos habían penetrado en los densos bosques y habían llegado a los glaciares; exploradores entre los que se encontraban el Duque de los Abruzzos y el afamado fotógrafo italiano Vittorio Sella, ambos alpinistas.
Desde entonces, las cordilleras han sido visitadas regularmente pero, quizás comprensiblemente -por lo que luego veremos- nunca demasiado.
UNA MONTAÑA UNICA
Efectivamente, el Ruwenzori es una montaña única en su género. Un macizo con cimas superiores a los 5.000 mts. de altura. Se trata de una de las regiones más regadas del Planeta. Las cumbres suelen estar cubiertas por espesas nubes que sueltan agua constantemente: llueve más de trescientos días al año. No hay más que dos cortos períodos de tregua: de mediados de diciembre a mediados de febrero, y de mitad de junio a finales de septiembre. El resto del tiempo, la ducha natural está garantizada.
Su particular climatología unida a su altitud y a su posición geográfica han dado así a la selva de montaña más lujuriante y espesa de la Tierra.
Estábamos casi a finales de septiembre y teníamos el tiempo justo de hacer un recorrido por estas montañas antes de que comenzara la época de las grandes lluvias, aunque mojarnos en demasía después de haber salido hacía escasos días del tórrido verano andaluz, no nos importaba demasiado. Eso, al menos, pensábamos al principio.
«JAMBO MUZUNGU».
Así, caminábamos dejando atrás los últimos poblados y chozos de donde salían niños gritando «Jambo Muzungu», lo que en swahili se traduce como «Hola blanco». Movidos por la curiosidad correteaban un rato a nuestro lado a la espera de algún regalo. Por delante iban nuestros porteadores, una docena de hombres de las tribus bakonjo armados con recios bastones y pancas -grandes machetes de más de medio metro de hoja – dirigidos por un jefe serio y de mirada fría pero extremadamente fiable como comprobamos más tarde. Cada uno -excepto el jefe- llevaba una carga de 22 kg. dispuesta en un saco que rodean de una banda hecha con cortezas y raíces y que apoyan sobre la cabeza.
Al principio el sendero sigue un cómodo itinerario entre plataneras silvestres, cañaverales y bosquetes de bambú para poco a poco ir ascendiendo lentamente. Al fondo, entre nubes extremadamente negras se recortan las montañas Ruwenzori y sus profundos valles. Seguimos el curso del río Mbuku de cauce revuelto y violento y muy pronto el sendero se convierte en una estrecha senda que zigzaguea ferozmente entre grandes plantas que apenas nos dejan ver más allá de dos metros. Estamos extasiados contemplando el paraíso que a cada paso vamos descubriendo y que tanto nos había hecho soñar mientras leíamos y veíamos fotos.
Las plantas me refriegan la cara y el vapor y el sudor nos envuelven en una atmósfera irreal. Nos topamos con los primeros helechos arborescentes, pequeñas plantas que en Andalucía apenas alcanzan un metro y aquí sobrepasan con creces los diez. En algunos lugares, los rayos del sol apenas llegan al suelo y, sobre éste, crece un extraño manto vegetal compuesto por musgo y plantas muertas hace cientos de años y en donde tienen su base y crecen a su vez nuevas plantas sin solución de continuidad.
Un remojón en agua profunda nos devuelve a la realidad y nos refresca. Luego trepamos montaña arriba hasta el «nido de águilas» donde se asienta el refugio Nyabitaba, a dos mil setecientos metros de altura. Pronto, y al calor de la hoguera, apuramos una tazas de caldo y un poco de vino de nuestra tierra intentando engañar al frío y a la humedad que se cierne a estas horas sobre la montaña. Por cierto, este frío le importaba poco a los grandes monos que, minutos más tarde, devoraban en el interior del refugio nuestras vituallas para posteriores días, y de cuya actitud tuvimos que disuadirles.
CAMINO ENTRE NUBES.
El día siguiente amanece nublado y con todas las cumbres cubiertas. Llegamos a la confluencia del río Mbuku con el Bujuku, que nace en el mismo corazón de la cordillera, y por un estrecho puente colgante de madera entramos en la cañada de Bujuku, por donde el río rugía con ímpetu salvaje debajo de las descomunales paredes cubiertas de bosque. A medio día alcanzamos la cueva Namuleju, un excelente abrigo natural donde los porteadores cocinan su sopa y descansan de la primera parte de la jornada. A partir de aquí la vegetación se hace aún más espesa si cabe. Nos encontramos en un mundo impresionante y a la vez irreal: líquenes gigantes culegan de los árboles produciendo un efecto fantasmagórico al que ayudan las miles de enredaderas, lianas y troncos retorcidos.
El barro empieza a acompañarnos a lo largo de todo el recorrido. Baluka, nuestro Guía, nos dice que no nos preocupemos en esquivar el fango, pues más tarde o temprano acabaremos en él hasta la cintura. Dulce consuelo al que no acabamos de resistirnos.
Caminamos ocho horas descansando sólo breves momentos para recuperar el aliento, beber y comer algo. Atravesamos un excelente bosque de bambú y Baluka aprovecha para obsequiarnos con un magnífico bastón que nos será de gran ayuda en lo sucesivo. Entretanto nos recibe la bucólica cabaña llamada «John Matte», en honor de uno de los primeros guías de la zona. La cabaña emerge tras un abigarrado bosque de brezos gigantes. Brezos de retorcidos troncos y con un altura de entre 15 y 20 mts.. De pronto, con la velocidad del rayo, el cielo se ha oscurecido repentinamente y una descomunal tromba de agua cae sobre la montaña. Dentro, en el interior del cómodo refugio, las cosas se ven de otra manera y el ronroneo de nuestro infiernillo de queroseno calentando la sopa nos devuelve a la comodidad de nuestro improvisado hogar.
EL PANTANAL DE BIGO.
La ruta de hoy nos va a meter de lleno en «Bigo Bog», o lo que es lo mismo, en el afamado «Pantanal de Bigo». Una inmensa marisma, un océano de esfágnea verde, esparcido con montoncillos de hierba e isletas de lobelias llenaba el suelo a lo largo de más de kilómetro y medio. Se trataba de un obstáculo formidable renombrado por todos los exploradores de la zona. Al principio con precaución y luego con menos temeridad saltábamos de un montículo de hierba a otro siguiendo los pasos de nuestro Guía y las embarradas huellas de los porteadores. Con el bastón de bambú nos ayudábamos para no perder el equilibrio, pero pronto no hubo montones de hierba suficientes y estábamos metidos en barro hasta más arriba de la rodilla. Chapoteábamos y volvíamos a chapotear en esta inmensa ciénaga y la lluvia hacía acto de presencia de vez en cuando «alegrándonos» aún más si cabe. Un inmenso llano, que en condiciones normales hubiéramos tardado cuarenta y cinco minutos en recorrer, ahora hemos empleado más de tres horas.
El camino se empina considerablemente y nos da paso al alto valle de Bujuku, ocupado parcialmente por un lago que nos vemos obligados a rodear atravesando una nueva, inesperada y agotadora zona pantanosa hasta llegar casi extenuados al Refugio Bujuku, situado a 3.970 mts. sobre el nivel del mar. Aquí, la espesa vegetación ha dejado paso a los grandes pantanales y a plantas tan raras como los «senecios», especie de flor gigante.
A esta altura hace ya bastante frío, lo cual, unido a la extrema humedad reinante, hace que la sensación térmica haga más acuciante la temperatura existente. Ahora, nos encontramos en el centro geográfico de la cordillera, bajo las grandes cumbres: el pico Vittorio Enmanuelle, de 4890 mts., el pico Margheritta, de 5109 mts. (el más alto), la Punta Alessandra, el Monte Baker, el Stanley…
Estamos al fondo de un gran valle glaciar y rodeados de cimas nevadas. Un circo cerrado y tan sólo superable mediante dos pasos: el «Puerto Stulham», que da acceso directo a Zaire, y el «Paso Scott Elliot», a 4370 mts., que nos da acceso al Valle de Kitandara -aún en Uganda- y que es el elegido por nosotros para hacer así un recorrido circular y completo de exploración de la cordillera.
Entretanto, en una cueva cercana, los porteadores han encendido una gran hoguera. El ritual de todos los días da comienzo: secamos nuestros cuerpos, calcetines, botas y… hasta ropa interior y nos preparamos nuestras viandas. Tan sólo algo más tarde y en el calor de nuestros sacos de dormir podemos descansar de la dura jornada.
EL PASO SCOTT ELLIOT.
Desde Bujuku nos encaminamos al paso Scott Elliot, un puerto de 4370 mts. que nos da acceso al Valle de Kitandara. Pasamos entre bosques de senecios y Ramiro me comenta que le parece estar metido en una gigantesca «maceta». El camino se hace muy empinado y empezamos a encontrar nieve. Por fin alcanzamos el Paso: rocas grises cubiertas de nieve, extraños líquenes…nieve y niebla lo invaden todo. Nos encontramos en un paisaje desolado, muy distinto a las frondosas selvas de los días anteriores, un paisaje bucólico y triste pero al mismo tiempo bello; un paisaje que resume soledad por doquier.
Comenzamos un descenso que hacemos rápido, a nuestra izquierda se eleva la pared de piedra más colosal del Ruwenzori, una inmensa placa de más de 600 mts. de caída vertical y, sobresaliendo por encima, se ven amenazantes los glaciares del Monte Baker. El tiempo ha cambiado. La tarde está dulcemente soleada cuando llegamos a Kitandara.
La luz hace de este sitio un lugar mágico, una infinita gama de verdes se mezcla con el negro de las húmedas paredes de la montaña y, en medio de este irreal paraje sobresalen como dos joyas naturales los lagos de Kitandara, quizás el lugar más bello de las montañas de Afrecha. Al lado del segundo lago, un pequeño Refugio hace aún más idílico el lugar, y… no nos lo podemos creer: el algunas zonas la hierba… ¡está seca!.
UNA TROMBA DE AGUA PERMANENTE.
El día uno de octubre amanece nublado y amenazante. Hasta ahora habíamos tenido suerte ya que tan sólo nos había llovido a ratos y por la noche. Pero nuestra suerte parecía agotarse y las lluvias llegaban puntuales a su cita.
Una fina llovizna nos empapaba desde que salimos esa mañana y de nuevo capoteábamos en las pendientes fangosas que nos llevan al paso Freshfield Pass, a 4270 mts., para convertirse en lluvia torrencial cuando empezamos un largo y fatigoso descenso. Baluka, nuestro fiel Guía, nos ayuda en algunos pasos, pero ello no evita que constantemente resbalemos y nos demos de bruces con el fangal. De momento, prefiero no pensar cómo podría ser un rescate en estas remotas montañas si se diera el desgraciado caso.
Pensábamos que una vez superado este collado, una larga cuesta abajo nos llevaría a nuestro anhelado lugar de partida. Estábamos bien lejos de la realidad. «El alto valle de Mbuku es realmente un terreno agreste» -escribo en mi diario-, «indescriptible…extremadamente impresionante…, pero, ¿cómo puede un terreno pantanoso seguir siendo pantanoso cuando la mayor parte es tan empinado?».
Nos descolgamos por un camino de lodo y a veces pienso que ya no soy un caminante, un montañero…o yo que sé, sino más bien una lombriz que intenta escapar de esta inmensa ciénaga. Mientras tanto, la lluvia lo envuelve todo y de las paredes de roca caen delicadas cascadas de agua que van regando hermosas plantas…
El valle se hace más amplio y llegamos al Refugio Guy Yeoman, una confortable cabaña de madera junto al alto río de Mbuku, río de gélidas aguas pero al que, sin pensarlo dos veces nos lanzamos a fin de quitarnos el lodo que a estas alturas se apodera de todo nuestro cuerpo.
VUELTA A LA SELVA.
Las últimas etapas se convierten en las más duras y peligrosas. El camino desciende siguiendo el curso del río, a través de una cascada. Los pasos más verticales los salvamos por precarias instalaciones de troncos y ramas resbaladizas hasta que llegamos a un gran pantanal bajo un abigarrado bosque de bambú. La incesante lluvia hacía que los torrentes fueran a su máximo nivel. A veces, había que cruzarlos metiéndose en agua hasta más allá de la cintura, pero ya nada importaba sino sólo llegar a nuestro objetivo final y por fin poder descansar.
Cuando con las últimas luces del día vi las primeras cabañas del poblado de Ibanda, no pudimos contener un grito de alegría. Pero, antes, sobre una pequeña oquedad increíblemente seca apareció el inconfundible excremento de un leopardo. «Por suerte al leopardo no le gusta tener los pies mojados» -dijo Baluka por una vez sonriente-, «Hemos sufrido demasiado últimamente para tener que preocuparnos por ellos». «Cierto» -respondí yo- «pero el sufrimiento es relativo. Es el coste que pagas por el Ruwenzori…y vaya lugar más increíble».
Ya de noche, y de nuevo bajo una misericordiosa lluvia, regábamos en compañía de nuestros porteadores, esta vez nuestros estómagos, con cerveza local.
Texto y fotos: Faustino Rodríguez Quintanilla