“Se tenía la feliz sensación de ser libre”, escribía Graham Green en “Journey whithout Maps”. En esto estaba pensando cuando refugiado de un fuerte y gélido viento me tomaba el café a sorbos mientras calentaba mis manos alrededor del tazón de porcelana. Caminar por las montañas de Marruecos te produce una placentera sensación de libertad, las montañas se suceden casi infinitas en un horizonte limpio de señales, de cables, de antenas o de molinos de viento, unos amplios horizontes donde dar rienda suelta a nuestra imaginación.
Algo habitual en nuestras primeras correrías viajeras y montañeras, la escasez de información, nos hacía lanzarnos siempre a los caminos del mundo casi con lo puesto. Viajábamos de oídas, con simples recortes de revistas de la época o antiguas reseñas de enciclopedias generales. Con la sola ayuda de mapas de carretera a escala 1:1000000, sin fotos previas del lugar, casi sin nombres, esto era lo habitual cuando partíamos hacia Marruecos, con la excepción del macizo del Toubkal, o cuando partíamos hacia otras montañas lejanas y exóticas, como en aquélla ocasión en que fuimos a la lejana Turquía, allá por 1983. Viajábamos sin mapas y con pocos recursos, incluida poca comida…, pero en el equipaje llevábamos lo más importante: ilusión.
Esta vez, volvíamos una vez más a Marruecos y una vez más también veníamos “sin mapas”. Ahora está “Google”, “Wikiloc”, “Facebook” y mil herramientas de Internet al servicio de la información viajera…, pero ¡milagro!, la información sobre la zona a la que ahora partíamos, al macizo del Djebl Bou Nasseur, es inexistente. No aparece nada, ni fotos, ni reseñas, ni mapas, nada. En nuestro equipaje volvíamos a cargar algo imprescindible: “ilusión”.
El Djebel o Adrar Bou Nasseur forma parte del extremo más oriental del Medio Atlas y su cota principal alcanza los 3.340 metros, no está nada mal para una montaña desconocida por los montañeros. El macizo se levanta imponente sobre las vastas mesetas semidesérticas del “Plateau de Rekkan”, el preludio de las grandes planicies calcinadas del Sahara.
La carretera es una amplia raya que desde Guercif avanza hacia el sur a través de yermos pero sugestivos paisajes. Un paisaje que cambia de repente al aparecer el oasis de Fritisa. Los ríos que bajan del Bou Nasseur han propiciado aquí el milagro y una amplia franja verde sirve de frontera entre el desierto y la montaña. Aquí la vida renace y verdes campos cultivados se alternan con frutales y olivares, algo que nos llamó mucho la atención. La gente ha sabido sacar partido a esta franja de tierra fértil y vemos como varias almazaras producen un rico y verde aceite que días después tuvimos ocasión de disfrutar. Los escasos vehículos que por aquí pasan si dirigen hacia el sur, hacia Missour y Errachidia y la zona aún no conoce el turismo. La policía nos da el alto en un cruce de carreteras y nos pregunta a dónde nos dirigimos. Parecen extrañados con nuestra presencia. Le comentamos que queremos conocer las montañas de la zona y que nos dirigimos hacia la aldea de Reggou. Amablemente nos señalan en la lejanía una pequeña aldea asentada al pie de la montaña. – Bienvenidos a Marruecos, “missieurs”- nos despide la policía.
Las últimas luces del sol poniente resaltaban los colores rojos y ocres del paisaje produciendo un cálido efecto relajante, estábamos llegando a Reggou. En la única tienda del villorrio y coincidiendo con el final de la ruta sin asfaltar para coches nos encontramos con una reunión de notables de la zona. Nadie habla francés y apenas saludamos en árabe intentando hacernos comprender con gestos. En esas estábamos cuando apareció un muchacho de unos treinta años llamado Abdelkader y en perfecto español se dirigió a nosotros. Abdelkader trabajó durante mucho tiempo en Gerona y se ofrece de intérprete. Tras un buen rato de saludos y charlas sobre nuestras intenciones y presentarnos al notable mayor del pueblo Abdelkader nos comenta que ya tenemos un mulero que llevará nuestras pertenencias hasta el lugar donde instalemos el campamento al tiempo que nos dice que la noche de hoy la pasaremos en la casa del “notable”. Al poco estábamos cómodamente instalados comiendo un exquisito tajine de cordero y un buen té a la menta.
Qué noche la de aquél día
Nos levantamos temprano, sobre las 07,30 hrs., después de una noche “movida” en la que “uno de los nuestros” ha “trabajado” lo suyo. En la madrugada, nuestro protagonista sufrió de lo que los italianos llaman “Mal di ventre” y en consecuencia le vinieron unas ganas locas de ir al váter. ¡Sorpresa!. Nuestros amables anfitriones, quizás en aras a nuestra seguridad, nos habían encerrado en nuestros aposentos con llave imposibilitando salir de la habitación. Solución: el sujeto cogió una bolsa y se dispuso a cagar dentro con tino y precisión, algo no siempre fácil en esos momentos, cuando el hombre se vuelve violento e incivil. Cagó dos veces en la misma forma perfumando sobremanera la estancia. Entre sueños vi la patética figura fantasmal en postura fecal y no me lo podía creer, aún no sabía que nos habían encerrado, más bien me parecía que estaba soñando, mejor dicho que sufría de una asquerosa pesadilla. Somnoliento, logré abrir la ventana al aire frío pero reparador.
Desayunamos té y tortas de harina, aceite y mantequilla, el típico “Msemen”, un exquisito “pancake” marroquí que se sirve sobre todo en el desayuno. Cargamos la mula y nos echamos al monte. Mustafa, el mulero, abre al paso. En estos dos días sólo articularemos gestos con Mustafa. Como casi todas las aldeas del Atlas, Reggou se asienta junto a unos ricos manantiales que propicia la formación de un pequeño oasis, de un amable vergel donde crecen chopos y nogales y donde los lugareños han trabajado el terreno en forma de bancales escalonados rellenos con la poca tierra fértil de la zona. La aldea está presidida por un Ksar, un antiguo castillo en ruinas. La posición privilegiada de Reggou, en la misma falda de la montaña, a cierta altura y dominando toda la llanura y el oasis de Fritisa, le hizo tener una gran importancia histórica como lo atestiguan las propias ruinas del castillo y las tumbas o morabitos de santones salpicados por la zona.
Horizontes perdidos
Vamos caminando a buen paso por el pie de monte, rodeando las altivas cimas para después girar a la derecha y adentrarnos en un amplio valle aluvial. Después, avanzaremos por el valle en ligera subida, un avance que empieza a hacerse penoso pues ha saltado un fuerte viento que nos azota la cara y nos lanza finísimas partículas de polvo. El ambiente me recuerda alguna caminata realizada en las desoladas tierras de Mustang, llegando al caserío de Kagbeni, en Nepal. Y es que, las montañas más parecidas al Himalaya, las tenemos cerca de casa. James Hilton, el afamado autor de “Horizontes Perdidos” pudo haber situado su escenario en estas montañas y el ambiente hubiera sido igual al que consiguió con su novela al situarla en un remoto rincón del Himalaya. El mulero aprieta el paso y va más rápido de los normal. En otras circunstancias no nos hubiera importado pero aquí dependemos de él para recorrer esta zona y no nos conviene perderlo de vista. Tomamos algo protegidos del fuerte viento y proseguimos. El sendero ahora comienza a escalar la montaña dejando el valle y eso me gusta. A lo lejos, muy a lo lejos veo un amplio collado que separa las cimas del Ich Lala Mimouna de la cuerda del Bou Nasseur. El Ich Lala Mimouna es colosal, alcanza los tres mil metros, y visto desde la lejanía parece un volcán a semejanza de esos conos gigantes que destacan sobre el desierto de Atacama, en Chile. A la izquierda y lejísimo vemos una de las cimas de nuestra montaña. Seguimos subiendo, estamos por encima de los dos mil metros, según marca el altímetro de Roberto y el collado parece ahora, engañosamente, cerca. Por fin, después de más de cinco horas de fuerte subida alcanzamos el máximo punto del collado, como después nos informaron se trata del Tizi N´Saft, de 2364 metros. La panorámica que se nos abre es descomunal, soberbia. Hacia el otro lado del valle y tras numerosas colinas el paisaje se cierra con la cordillera de otro de los colosos del Medio Atlas, el Bou Iblane, la Montaña Blanca, otro tres mil cargado de nieve. El viento no se calma e incluso arrecia con la caída del sol mientras una caravana compuesta por varios bereberes con sus burros comienzan la bajada valle abajo hacia algún lugar remoto. Mustafa nos señala un abrigo, una oquedad situada a unos sesenta metros por encima de nuestras cabezas. Nos hace indicaciones de que podemos acampar aquí. Subimos a la cueva, está llena de cagarrutas de cabra, lógicamente se trata de un refugio de pastores sin ninguna concesión al refinamiento. Lo importante es que nos protege de ese viento gélido que se empeña en soplar. Montamos aquí el “chiringuito” e incluso hacemos un hueco para instalar la tienda. Pronto hacemos café y hacemos una pequeña fogata con plantas secas. El sol poniente refleja sobre la montaña sus últimos rayos y vienen a dulcificar el paisaje, el Djebel Bou Nasseur está lejos, muy lejos.
Preparamos la cena, una buena sopa caliente y un poco de arroz, acompañado de algo de vino de Jerez. Pero el frío arrecia y nos vamos al interior de la tienda, a ese pequeño mundo seguro que produce la sensación de estar arropados por las cuatro telas de la tienda. Un mundo cálido y confortable apenas iluminado por nuestros frontales y por el pequeño farolillo que ha trae consigo Alex. Me introduzco en el saco y me arrullo con el suave tacto de las plumas de mi viejo “Pedro Gómez”, un saco que tiene más de treinta años y que me ha dado calor en las montañas más altas y lejanas de la tierra. El cielo se ha llenado de estrellas. ¡Qué gusto dormir aquí!.
El sol aún no ha despuntado cuando salimos de la tienda. La noche ha sido larga y fría. Preparamos un poco de café que nos reanime para en poco tiempo ponernos en marcha. Tras volver al collado comenzamos a remontar unas fuertes pendientes con nieve en malas condiciones, a veces está helada, venteada, a veces nos hundimos hasta la rodilla… . En la medida en la que ascendemos observamos que la cima principal del Bou Nasseur está lejos, muy lejos. En esta escapada no tenemos mucho tiempo y hay que replantearse la ascensión. Decidimos seguir ascendiendo y alcanzar una de las primeras cotas de la larga cadena. Subimos y subimos, el paisaje es impresionante y hoy la mañana luce espléndida, sin viento, el tibio sol nos acaricia y nos hace felices en este rincón perdido del Atlas. Por fin, alcanzamos la cresta del Bou Nasseur y nos disponemos a coronar una bonita y esbelta cima que roza los tres mil metros. Al otro lado, la montaña cae a pico a través de vertiginosos corredores. Avistamos montañas y más montañas, valles calentitos y querenciosos y hacia el este la tierra plana, la inmensidad de las llanuras saharianas. Después de un buen rato en la cima comenzamos el descenso. Ya estamos pensando en nuevas montañas, en nuevas correrías… Bajamos y bajamos. Nos volvemos a encontrar con nuestro mulero, el taciturno Mustafá parece que se alegra de vernos, lo tiene todo preparado para seguir bajando. A Mustafá no le gusta el frío.
FAUSTINO RODRIGUEZ QUINTANILLA