J.M Almerich nos envía este interesante relato y un magnífico ALBÚM DE FOTOS. Jose Manuel participó en el viaje al Sahara que realizamos la pasada Semana Santa. ¡¡No te lo pierdas!!
Momentos antes de la puesta del sol se ha levantado el viento. No es muy fuerte, pero suficiente para elevar en suspensión miles de millones de granos de arena, casi tantos como estrellas que podrían verse esta noche, si no hubiese luna llena. Envueltos en el saco de dormir, la arena se filtra entre las espesas mantas que cubren la haima y penetran en el interior. A veces te golpean con suavidad el rostro y luego quedan esparcidas, cubriendo poco a poco la ropa y las mochilas. A la luz de los frontales las partículas destellan tímidamente mientras flotan en el aire como insectos plateados, pequeños intrusos que se han colado dentro de la tienda.
Hemos llegado muy tarde por lo que la excursión a la gran duna la dejaremos para el amanecer, cuando la arena, igual que la nieve, esté más dura y permita, con el frío, caminar sobre ella sin hundirse. No sé si habréis visto alguna vez el instante infinito en que rompe el día, el momento culminante en el que el sol, como una inmensa bola de fuego incandescente, surge sobre el horizonte y se apodera del mundo. Aunque recuerdo vagamente este instante en alguna playa después de una noche de fiesta, la sensación que te produce en el desierto, en mitad de la nada, es como volver a nacer, como un concierto de matices cuya luz cambia por momentos y se refleja, con fuerza, en las ondas creadas por la arena. Ahora y al atardecer, los objetos en el desierto existen, tan sólo porque reciben del sol, la tenue y vaporosa luz. Y la luz convierte el horizonte ondulado en un elemento vivo, real, innegable.
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