Subimos un alto, un paso por encima de los 3.200 m. y comenzamos una larga bajada hacia el oasis de San Pedro de Atacama. El agua propicia el asentamiento de San Pedro, un lugar remoto, situado a los pies del volcán Licáncabur y de la cordillera de Domeyko, e histórico, como lo demuestran algunos de sus edificios.
Apenas dos mil habitantes, la mayoría indígenas, varias calles en cuadrículas en donde se encuentran algunas agencias de turismo, bonitos bares, casas de huéspedes y unos pocos hoteles al abrigo del incipiente turismo. La mayoría de las casas son de adobe y blanqueadas a la cal, una coqueta iglesia colonial reluciente, una bonita plaza con algunos pequeños edificios con arcos, algunas terrazas a la sombra de grandes y centenarios eucaliptos…, transmiten sosiego en este oasis, perdido y alejado de todo hasta hace poco tiempo. Ahora es lugar de encuentro de mochileros y de vagabundos varios, la tradicional “tropa” que suele llegar a los lugares poco antes de que lo hagan los turistas. Existe también una colonia de aprendices de hippies, que vinieron hace unos años, atraídos por el misticismo del desierto y de la “pacha mama”. Todas las tardes se reúnen a cantar y a bailar en la plaza del pueblo, siempre acompañados de famélicos perros.
Las casas de adobe, las calles polvorientas y sin pavimentar, los colores dulces y sobrios, le dan un sugestivo aspecto fronterizo que se acentúa con la caída del sol poniente. A esa hora caminar con el potente sol casi cegador por la calles de San Pedro nos acentúan aún más esa imagen de ciudad del desierto.
Después con la llegada de la noche, las luces mortecinas de San Pedro parecen luciérnagas errantes sobre Atacama mientras millones de estrellas se desparraman por el cielo. Entonces, uno comprueba que está en el lugar adecuado, a la hora justa.
Desierto de Atacama (Chile), Octubre de 2012
Faustino Rodriguez Quintanilla. © Texto y fotos.